Los niños son ancianos.

"Picasso pintando con una bombilla". Gjon Mili, 1949.




Sabes que suceden cosas fantásticas, no a tu alrededor, si no en ti, contigo y a través de ti; pero saber no siempre es placentero, no siempre te vuelve loco, no siempre tiene magia.

Presenciar una creación puede ser algo tan común como ver las manchas de lodo de los pies de la gente que en julio se resguarda del clima. Un sentido de curación embarga la atención, es un manicomio terapéutico donde las manualidades se vuelven reales y vivientes. Sin dedos, sin herramientas, sin emoción se van formando canciones de niños, sonidos amortiguados, revelaciones telepáticas. Algo está creciendo, se está desarrollando hacia distintos puntos, equilibradamente y es intenso.

El fundamento de moverse es a causa de cierta preocupación, casi ansiedad, la cual provoca el estiramiento, como escapando sincrónicamente del centro. Los niños son ancianos que repiten lo que hacemos, que demuestran que aquello en que pensamos con fuerza, no es más que el mismo contiuum del que hablan las religiones, las tribus, los libros, las nubes, el fuego.

Hubo dos oscuridades, una absoluta, donde el mapa se velaba con más profundidad que la del espacio; y otra, sucia pero clara, la del después, el eco donde se nos devolvió el mensaje enviado. Nuestra transcripción fiel traspasó los tiempos, descubrimos que la vida es básica, no es nítida, ni tampoco suave. La naturaleza es anárquica, los pájaros están hechos de humo, los lagartos tienen flamas en la carne, los perros bailan con el brillo de la galaxia. El tímido resucitar de los polluelos al atardecer sólo es decir que las montañas están cansadas de ser polvo y agua acumulados.

Y el sol es negro, se viste con ropas que lo ocultan y su ejercicio tan perfecto lleva ya un tiempo adquiriendo maestría. Les dijimos adiós a las hojas que, a pesar de ser varias, solo fueron individuos diminutos buscando enredarse con alguien durante una tarde gris que provocaba nostalgia. Las garras de un tucán enternecido quisieron llevarse todo, pero ya estaba eso implícito en sus intestinos. Una y otra vez el arañazo, como un rapaz maximizado, que, con curiosidad admite que la sorpresa y el azar son para él un juego ciego. El saco no permite que veamos todo. El gigante intenta llevarse algo, le gustan los tributos, nuestro trabajo, la sangre de nuestra mente.

Nosotros herimos la tierra, acuchillamos una cueva, sin saber que fuimos dóciles; sin imaginar que cumplíamos la orden de abrir distintas profundidades para crear color. ¿Hay peor mentira que los ojos? ¿Hay mejor visión que la del punto detrás de las ventanas?

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