La religión en un suburbio.

Para entonces la luz se había confundido un par de veces entre el amarillo y el gris, el blanco y el negro, los soles del sur del norte y del norte del centro del norte, ambos occidentales al parecer. Un traje liso y desgastado, limpio pero seco, viejo y educado, una guitarra resquebrajada, dos sombreros, de paja clara y terciopelo oscuro. Varias ambigüedades se ponían a  vagar entre espirales tersos que una y otra vez se encontraban para dar forma a especies nuevas y disimuladas pero concretas para cualquiera que pudiera dedicar un instante a la investigación pacifica del vaho que se hace vivo, alimentando con intrincadas hélices los contornos de fantasmales criaturas y personajes y escenas y cosas que caprichosamente desdeñaban el encasillamiento de la denominación.

Las manos delicadas y esculpidas de algunos años sobresalían de sus guardas, tanto por el color como por la forma multifurcada de una buena terminal orgánica. El dentro y fuera eran simples ausencias y presencias de la reflexión. La sangre se agolpaba por igual en ambos juegos de puntas y de bases, pues los miembros no conocen de temperaturas extrañas en las varillas que las dos tonalidades abrazaban con los amasijos que se podían apreciar a lo simple. 

Otro punto medio era una niña de sombrero blanco, que gustaba de salir el trayecto hostil de los desiertos caminos que calcinan. Ella era otro espectro no mucho más concreto que los vagos nubarrones del cielo y del suelo, no menos translúcido, pero más expresivo. Su ceño era una seña de las multitudes y las ausencias. Caminaba acariciando las maderas pulidas y compactas de los alargados muebles uniformes y sentada a la ventana solía perderse en espectáculo complaciente cuando iba de a poco modificándose la perspectiva de planicies, bordes y breves coletazos tenues, aplastados por encarnecidas puntas de luz iridiscente.

Las creencias, no era precisamente que se perdieran, era el sopor del tiempo límbico quien esclarecía la premisa densa de evitar a toda costa las palabras. En un sueño como ese no era común la interacción de los protagonistas, cada uno se adueñaba de su espacio, o quizás, mejor aún, se daba en comunión y fidelidad al núcleo extenso e invisible de la multidimensionalidad, dejándose diluir como arena o agua que repta la seductora y rigurosa línea de dirigirse a un hoyo profundo. Las palabras y los pensamientos eran establecimientos que aturdían y estorbaban la llanura blanca y lisa, negra y amarilla de esa placa estridente que caía sobre los ruidos de animales de información, insectos aplastados, robótica muerta, como cuando la luz extingue las manchas medias reduciéndolas a puntos invisibles.

Ella, solo ella, se permitía entrar en contacto con la formidable y diamantina estrella del día. Sus pestañas y su frente eran clave de independencia. El piano y la guitarra no mostraron jamás los ojos ni los rostros, eran embrujos de cuervos y serpientes.

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